lunes, 3 de abril de 2017

La Despedida (fragmento)

Campanas de iglesia resuenan con tedio y melancolía. En el salón, un ataúd al fondo, y la foto de una mujer joven colocada a su lado. Muy cerca, hay un hombre joven y una niña de seis años tomados de la mano, vestidos de negro.
El hombre tiene la mirada al frente, perdida; está absorto, sin hacer gesto alguno, mientras las lágrimas corren por su rostro; no gime, no solloza, son solo sus lágrimas brotando como un reflejo. La niña lo mira con la inocencia infantil de no entender qué sucede. “Mamá está con Dios y los ángeles mi amor” —dice una abuela que acude al rescate. “Y, ¿cuándo vuelve?” —Pregunta la niña; dejando en silencio triste a su abuela, sin poder emitir sonido alguno.
Pasan los días, y el hombre comienza a controlar su dolor delante de su hija, debe mantenerse fuerte para ella; pero a la vez lidiar con el luto, con la pérdida del amor de su vida. Camufla su tristeza leyéndole un cuento a su hija antes de dormir; ya le dio la cena, la bañó, le puso su pijama; la rutina que mantenía siempre su esposa.
—Buenas noches princesa —dice él—, Dios te bendiga.
—Bendición papi —contesta la niña, y agrega—, voy a quedarme despierta un poquito, porque mami viene hoy a visitarme.
—Ok mi cielo —dice él con la voz quebrada—, dale un beso de mi parte.
Él se va rápidamente para que la niña no lo vea sollozar, y se acuesta en su cama sin quitarse la ropa, hundiéndose en un llanto profundo y descontrolado en la almohada: “¿Qué voy a hacer sin ti?” —se repite una y otra vez. Entonces, saca una botella de whiskey que esconde bajo la cama, y que saca todas las noches desde que su mujer se fue.
Cuando el alcohol empieza a hacer efecto, él habla solo, se culpa por la muerte de su esposa: Ese viernes era noche de películas y pizza en casa, pero las amigas de su esposa la llamaron para un reencuentro (...) 

El Suicida (fragmento)

Un hombre está sentado en la mesa redonda de un pequeño apartamento de una sola habitación, las cortinas están cerradas y solo una luz tenue ilumina el ambiente lúgubre de esa noche. Una botella de bourbon barato, una foto de su pequeña hija de tan solo 2 años y un revolver calibre .357 y más fotos; todo reposaba en la mesa excepto la foto de la pequeña niña, que él sostiene absorto mientras llora desconsolado, repitiendo: “Perdóname… perdóname…”
Una carta sin terminar y una pluma sobre el papel  yacen a un costado de la mesa, el toma el revolver por momentos y hace breves ensayos apuntándolo hacia el cielo de su boca, lo saca de nuevo y se golpea la frente con él, mientras el llanto se hace más intenso.
Entonces, toma del pico de la botella un trago largo y continúa escribiendo la carta de despedida; alrededor más fotos: una de su pequeña en sus brazos, fotos de una familia feliz alrededor del mundo, en diferentes lugares; se veían felices, se veían amados. Él toma el revolver nuevamente y saca las municiones; toma uno de los proyectiles y lo observa identificando a su verdugo, lee en él: WINCHESTER, y logra visualizar por un momento la imagen dantesca que dejará el verdugo al paso devastador por su cabeza.
Mira a su alrededor, preocupado por el desorden que dejará y que otro tendrá que limpiar; toma otro trago del pico de la botella, este mucho más largo que el anterior. Sus lágrimas no dejan de brotar descontroladas; coloca el proyectil en el revólver, firma la carta, toma lo que queda en la botella en un solo golpe, coloca el revolver en su boca y cierra sus ojos abarrotados de lágrimas. Ahora pone el dedo en el gatillo, y el silencio es interrumpido abruptamente por el repicar de un teléfono móvil, sorprendido saca el revolver de su boca, busca el teléfono y observa en la pantalla: “ID NO DISPONIBLE”. Confundido no atiende, y el teléfono vuelve a repicar.
Por fin contesta con un “Hola” amargo y hundido, del otro lado se escucha una voz femenina: “Hola, ¿me escuchas? Papá soy yo, tu hija.” Atónito, aleja el teléfono de su oído, lo observa y dice: “Es imposible, mi hija tiene dos años.” (...)

sábado, 1 de abril de 2017

El Lobo

   Sentado frente al ordenador obligando a mi rebelde cerebro a crear algo, sometido por la lógica social esclavista, aunque trabaje para mí, mi consciente militarizado da órdenes ofensivas a mi creatividad y a mi subconsciente, adjetivos como vago, flojo, deberías escribir al menos una jornada de ocho horas, como cualquier trabajo, así mi subconsciente registra esta autoflagelación y la creatividad obstinada de tanta chillería se retira a sus aposentos a jugar un rato más. Así me quedo solo frente al ordenador, junto al orgulloso sargento de caballería, preguntándole: ¿y ahora que sargento? ¿Sentaditos ocho horas aquí? Creatividad no cree en el tiempo, no cree en la lógica ni en lo obvio, ella  se inspira en lo etéreo, en lo que no se deja ver, en la timidez inherente a lo maravilloso, eso que hay que desarmar y desmenuzar para encontrar  el núcleo. Tome un libro y empecé a ojearlo, el sargento no se molesta por esto, él sabe que todo aquel que se llame así mismo escritor debe leer, leer mucho, así que logre desviar su atención un rato. En esos días estaba de visita en casa Itzu, un Lobo Siberiano, su mejor amigo se había ido de viaje y me encomendó la tarea de cuidarlo, actividad que realizo conjuntamente a la de escritor y es más lucrativa, me llamaba la atención que Itzu nunca ladraba, solo levantaba sus orejas con atención o cuando paseábamos y captaba a un perro en la distancia se agazapaba en pose depredadora, absolutamente fascinante. El libro que ojeaba era "El Filósofo y el Lobo" de Mark Rowlands, allí el autor a través de su experiencia viviendo gran parte de su vida con un lobo establece la siguiente  comparación: por una parte la sabiduría lupina, que trasciende en el tiempo y nos lleva al nacimiento del Imperio Romano cuyos fundadores Rómulo y Remo  fueron abandonados, encontrados y criados por una loba, al igual que  la mitología griega el hijo del Dios Apolo fue abandonado y criado por una loba quien  luego se convertiría en el fundador de Miletos, así el autor la comparaba con  la inteligencia Símica, vinculada a los simios y por lógica a los seres humanos, únicas especies con la capacidad consciente de engañar. Así que levante la mirada hacia itzu quien al mismo tiempo levanto su cabeza erguido y soberbio sin intención de serlo, nos miramos fijamente y creatividad recibió el estímulo, empezó a cantar una canción cuya letra sonaba en mi cabeza así:







“Había una vez un perrito chiquito con cara de nieve y ojitos de cielo… de cielo infinito… su cuerpo negrito como el universo con dos estrellitas que eran sus ojitos azules como el cielo infinito… pero perrito nunca ladraba… y su amigo le hablaba, le hablaba chiquito, le hablaba bonito a ver si ladraba pero no ladraba, porque ese perrito no era un perrito, era un Lobito que aullaba a la luna cuando está crecía y así el Lobito cantaba a la luna y ella contenta feliz sonreía.




     Y fue así como creatividad se fue de nuevo a sus aposentos silbando su creación después de quince minutos de trabajo, yo escuchaba la canción en mi cabeza sin saber escribir música y el sargento ofuscado también tarareaba la canción entre gruñidos porque quedaban aun siete horas y cuarenticinco minutos de trabajo. 


Imagenes: Virginia Caraballo      @virginiac21