Campanas de iglesia
resuenan con tedio y melancolía. En el salón, un ataúd al fondo, y la foto de
una mujer joven colocada a su lado. Muy cerca, hay un hombre joven y una niña
de seis años tomados de la mano, vestidos de negro.
El hombre tiene la mirada
al frente, perdida; está absorto, sin hacer gesto alguno, mientras las lágrimas
corren por su rostro; no gime, no solloza, son solo sus lágrimas brotando como
un reflejo. La niña lo mira con la inocencia infantil de no entender qué
sucede. “Mamá está con Dios y los ángeles mi amor” —dice una abuela que acude
al rescate. “Y, ¿cuándo vuelve?” —Pregunta la niña; dejando en silencio triste
a su abuela, sin poder emitir sonido alguno.
Pasan los días, y el
hombre comienza a controlar su dolor delante de su hija, debe mantenerse fuerte
para ella; pero a la vez lidiar con el luto, con la pérdida del amor de su
vida. Camufla su tristeza leyéndole un cuento a su hija antes de dormir; ya le
dio la cena, la bañó, le puso su pijama; la rutina que mantenía siempre su
esposa.
—Buenas noches princesa —dice
él—, Dios te bendiga.
—Bendición papi —contesta
la niña, y agrega—, voy a quedarme despierta un poquito, porque mami viene hoy
a visitarme.
—Ok mi cielo —dice él con
la voz quebrada—, dale un beso de mi parte.
Él se va rápidamente para
que la niña no lo vea sollozar, y se acuesta en su cama sin quitarse la ropa,
hundiéndose en un llanto profundo y descontrolado en la almohada: “¿Qué voy a
hacer sin ti?” —se repite una y otra vez. Entonces, saca una botella de whiskey
que esconde bajo la cama, y que saca todas las noches desde que su mujer se fue.
Cuando el alcohol
empieza a hacer efecto, él habla solo, se culpa por la muerte de su esposa: Ese
viernes era noche de películas y pizza en casa, pero las amigas de su esposa la
llamaron para un reencuentro (...)
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